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Le decían “el Naranjero”

Le decían “el Naranjero”

Juan Veledíaz



De Tlatelolco el 2 de octubre de 1968 a la sierra de Badiraguato en enero de 1977 con la primera “Operación Cóndor”, la trayectoria militar del general José Hernández Toledo fue la de un hombre que siempre creyó que con sus acciones “salvó al país” de la conjura comunista o del enemigo detrás del tráfico de drogas. Fundador de la primera compañía de paracaidistas en 1952, “el Naranjero” como le decían, es un retrato de otro tiempo, cuando reprimir y callar era la clave para ascender y gozar de los privilegios que daba estar en la nómina del viejo régimen.

La tarde del 2 de octubre de 1968 José Hernández Toledo, comandante del primer batallón de fusileros paracaidistas, recibió la orden del general de brigada Crisóforo Mazón Pineda, quien iba al mando de la operación Galeana, para que con sus hombres comenzará a entrar a la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. Era el momento marcado en los planes trazados en el tercer piso de la secretaria de la Defensa Nacional, para que se conminara a los asistentes al mitin convocado por el Consejo Nacional de Huelga a retirarse sin alterar el orden.

–No quiero muertos—había sido la orden verbal esa mañana del general Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa Nacional.

Hernández Toledo fijó su casco con el barbiquejo, dio la orden a sus tropas y avanzó acompañado por cuatro de sus hombres seguido de un cordón de 50 soldados. Iba arriba de uno de los tanques con un magnavoz en mano. El reportero de diario capitalino El Universal Jorge Avilés Randolph, escribió que el general brigadier se paró enfrente del sitio de la manifestación para llamar a los asistentes para que desalojaran el lugar. En esa posición le daba la espalda a uno de los edificios de Tlatelolco llamado Molino del Rey. Tendrían que pasar muchos años para que se supiera por los mismos militares, que en varios departamentos de ese inmueble estaban apostados francotiradores del Estado Mayor Presidencial (EMP), que dispararon contra los soldados y la multitud.

El periodista Avilés Randolph anotó que de pronto surgieron en el cielo unas bengalas color verde, y se escuchó una ráfaga de ametralladora a espaldas de donde estaba Hernández Toledo y sus hombres.

“Cayó el general con un disparo que le atravesó. Echaba sangre por la boca e instantáneamente perdió el conocimiento”. Para ese momento aparecieron otras bengalas, de color rojo y se generalizó la balacera que se prologaría por un buen tiempo.

Poco se supo después que pasó en medio de toda esa aquella confusión.

Al paso de los meses ya en 1969 el teniente coronel Manuel Urrutia Castro, abogado y oficial del servicio de justicia militar, escribió un libro llamado “Trampa en Tlatelolco”, era una obra hecha por disposición de sus superiores jerárquicos. En ese trabajo que nunca tuvo edición comercial, y circuló entre algunos militares, aparece una entrevista con el general Marcelino García Barragán, donde deja entrever por primera vez que lo sucedido el 2 de octubre de 1968 había sido una traición contra el ejército. También en esas páginas aparece una entrevista con el general Mazón Pineda, donde narra cuando estableció su puesto de mando y lo que pasó en el momento que Hernández Toledo entró a la Plaza de las Tres Culturas.

“Cuando avanzábamos a la altura del puente que se encuentra sobre la avenida San Juan de Letrán, al oeste de la Plaza de las Tres Culturas, y cuando trataba de localizar un lugar más adecuado para controlar la acción, la intensidad del fuego obligó al suscrito y a mi Estado Mayor a permanecer al abrigo del puente, ya que en ese momento no era posible cambiar mi ubicación; así mismo en esos momento el general brigadier José Hernández Toledo comandante del 2º Agrupamiento, quien se desplazaba cerca de mí, exhortando con un magnavoz a las personas civiles para que desalojaran la plaza, fue herido de gravedad quedando de inmediato fuera de acción. Los CC. Tte. Cor. médico cirujano Miguel Hernández Ahumada y mayor médico cirujano Arturo Vargas Solano, exponiendo su vida, procedieron a su evacuación aprovechando un automóvil civil que se encontraba estacionado a proximidad, llevándolo de inmediato al hospital central militar, habiendo regresado ambos médicos a mi puesto de mando”.

Documentos militares hallados en el Archivo General de la Nación (AGN), reportaron que desde varios días antes al 2 de octubre, una guardia de elementos del batallón de fusileros paracaidistas se apostó de forma permanente en el hospital central militar. Se sabía que algo podría ocurrir en los siguientes días, y se previó cualquier situación que incluía heridos.

Médicos militares que estuvieron de servicio por aquellos días, contaban que en muy poco tiempo el general Hernández Toledo estaba recuperado. Esto pese a que los reportes decían que tenía “herida por proyectil de arma de fuego en cara posterior del hemitórax, sobre el séptimo espacio. (...) Lesiones que por su naturaleza ponen en peligro la vida”.

Nada de eso pareció tener en realidad. Hernández Toledo se mostraba bromista, andaba con su bata de pie en su habitación, correteaba alguna que otra enfermera, nadie lo aguantaba, urgía a que lo dieran de alta para que regresara al batallón, dice a este Blog un general médico cirujano que se retiró del servicio hace más de dos décadas, y le tocó como joven oficial presenciar aquellas escenas.

El mito del héroe del 68

En los años cincuenta había un refresco de naranja que anunciaban en la televisión con la caricatura de un hombre tipo indígena, muy fuerte, de bigotito ralo, cachetón, y con un costal de naranjas al hombro que gritaba:

“Hay naranjas, hay naranjas, hay naranjas...”.

Era curioso porque tenía un vozarrón, vestía de huipil, sombrero y un morral cruzado. Todo mundo en el ejército decía que esa cara con ese bigote y los rasgos eran de Hernández Toledo. El apodo se lo pusieron cuando se creó la primera compañía de fusileros paracaidistas en 1952, donde él fue del pie veterano, fundador.

–Se parece—decían sus compañeros, –era igualito a él. Y así se le quedó, todos lo conocían como “el Naranjero”.

José Hernández Toledo era un hombre “muy silvestre, burdo, terriblemente limitado intelectualmente”, nunca supo que era una “pieza más” dentro de todo el teatro que ocurrió aquella tarde en Tlatelolco. Dejaba ver en su actitud, prepotente y autoritaria, que se consideraba un héroe por el simple hecho de haber sido herido el 2 de octubre.

Hasta antes de 1968 no se le conocía nada relevante en su carrera militar. Con el batallón de fusileros paracaidistas había estado días después del asalto guerrillero a cuartel Madera, en septiembre de 1965 en Chihuahua. Tiempo después encabezó los despliegues militares para reprimir los movimientos estudiantiles en Morelia y Durango en 1966.

Al finalizar el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, “el Naranjero” se pasó un buen rato sin comisión, como sucedió con la mayoría de los mandos militares que intervinieron en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968.

Cuenta el general retirado Jorge Carrillo Oléa, quien era jefe de la sección segunda del Estado Mayor Presidencial (EMP) al comenzar el gobierno de Luis Echeverría, que Hernández Toledo se volvió un dolor de cabeza para el presidente.

“Se aparecía cada vez que había gira del presidente Echeverría. Ahí estaba cada sábado, cada viernes en el hangar presidencial, iba uniformado. Y bueno pues con su uniforme violentaba a guardias y todo. Y a la hora de bajarse del autobús el presidente, “el Naranjero” lo abordaba.

“El presidente Echeverría le decía al jefe del Estado Mayor Presidencial, el general Jesús Castañeda Gutiérrez: ‘Oiga usted mi general, ya no es posible que siga así “el Naranjero”. Y ocho días después, ahí se aparecía de nuevo. Aparecía en Tlaxcala, o en una gira a Morelos, lo que quería Hernández Toledo era que lo ascendieran”.

Carrillo Oléa recuerda que “el Naranjero” llegaba con una tarjeta y decía:

“Señor Presidente. Lo saludaba y se la entregaba. Tarjeta que después estaba en mis manos. Ahí se leía: “José Hernández Toledo, general de brigada. Diplomado de Estado Mayor. Participó en Tlatelolco”. Lo que menos quería el presidente era en ese momento es que le mencionarían Tlatelolco. En el siguiente renglón decía: Solicita, reclama o pregunta por qué no ha sido promovido. Hasta que se cansó. Un día dejó de aparecer”.

Operación Cóndor

Hernández Toledo fue enviado de comandante de la 34 zona militar a Campeche. Ahí estuvo la totalidad del sexenio Echeverrista. Cuentan que solía pasear por la ciudad de México en un auto convertible, con una mujer rubia. Le gustaban las mujeres con el cabello rubio, era la compañía “ideal” para alguien que seguía sintiéndose un héroe. Poco faltó para considerarse el “triunfador” de aquello que ocurrió en Tlatelolco, aunque muy pocos tenían idea de lo que en realidad pasó.

En enero de 1977 al iniciar el sexenio de José López Portillo. fue relevado de la comandancia de zona en Campeche. Su nuevo destino sería Culiacán, Sinaloa, al frente de la Fuerza de Tarea Cóndor, la primera gran operación militar contra la siembra y tráfico de droga en la zona del Triángulo Dorado conformado por la zona serrana donde se unen Chihuahua, Durango y Sinaloa.

Las fotos de los periódicos de la capital sinaloense mostraban a un Hernández Toledo más robusto, con su característico bigote, y haciendo gala de su modos rudos y nada protocolarios.

–Acuérdate que Hernández Toledo era un perfecto hijo de la chingada—dice el veterano periodista Isaías Ojeda, quien en los años 70 era reportero de El Sol de Sinaloa en Culiacán.

Al mes de iniciada la Operación Cóndor, se hizo un acto en salón central de Palacio de Gobierno al que convocó el gobernador Alfonso Calderón Velarde (1975-1980). Era para informar qué resultados había obtenido en ese primer mes de campaña de la Operación Cóndor. Se dieron cifras, tantos plantíos destruidos, tantas armas decomisadas, etcétera. Entonces el mandatario comentó que ahora que ya se estaba combatiendo la siembra de droga, el tráfico de estupefacientes, había que llevarle alternativas honestas a esa gente para que sobreviviera.

Calderón manejó mucho un programa en los Altos de la sierra para las zonas rurales, fue una de las cosas vertebrales de su gobierno. Entonces cuando hablaba de su amor por los campesinos le arrebata la palabra Hernández Toledo. Le dice:

–No mi gobernador—con estas palabras y estábamos todos ahí el salón gobernadores lleno –no mi gobernador, no creo que usted quiera más a los campesinos que yo.

Se paró e interrumpió el discurso.

–A mí los campesinos me rompen el alma, me parten el alma. Yo sé que estos hermanos delinquen por hambre, delinquen por necesidad, no porque quieran hacerlo, por eso señores llenan tanto mi amor que al que voy agarrando, lo voy colgando para que ya no exista.

“Así, a ese grado. Todos nos quedamos chinitos cuando oímos. Y lógicamente los periódicos de ese momento ninguna mención hubo”.

Hernández Toledo estuvo solo tres meses en Sinaloa, para la siguiente fase de la Operación Cóndor fue relevado. Regresó al centro del país y fue nombrado comandante de la 27 zona militar en Acapulco, allá también hizo de las suyas. Detrás de una masacre de campesinos que protestaban por un problema de tierras en la comunidad de El Porvenir, en la Costa Grande de Guerrero, se dijo que estaba al mando del antiguo comandante del batallón de paracaidistas.

Hernández Toledo pasó a retiro en la segunda mitad de los años 80, a alguno de sus allegados le dijo que quería ser recordado como el militar que, con sus heridas por el tiroteo en Tlatelolco, salvó al país de caer en manos del comunismo. Creía y buscaba su sitio en la “versión oficial”.

twitter. @velediaz424
sitio web. estadomayor.mx

 


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