Hay momentos en la vida pública en los que la explicación resulta más ofensiva que el hecho. Cuando una acción cuestionable se intenta justificar como "una broma", el mensaje implícito no es la ligereza del acto, sino el profundo desprecio por la inteligencia ciudadana. La política mexicana parece haber normalizado esa lógica: si se dice con sonrisa, si se adorna con ironía, entonces todo queda perdonado. El problema es que ya no cuela. No porque falte humor, sino porque sobra cinismo.
El episodio reciente de los regalos —que no fueron rifa, ni gesto inocente, ni anécdota doméstica— dejó al descubierto una constante: la vanidad como motor de decisiones públicas. La imprudencia, dicen, es pariente cercana de la torpeza; pero en política suele ser hija directa de la soberbia. Cuando se confunde cercanía con privilegio, y lealtad con dádiva, el resultado es una escena que avergüenza al sistema entero.
REGALOS, VANIDAD Y PODER
La ley es clara: ciertos obsequios no se reciben. Punto. No es mojigatería ni moralina; es una regla mínima para preservar la equidad y la confianza. Sin embargo, hay quienes creen que el poder es un salvoconducto para reescribir los límites. Lo grave no es solo el acto, sino la exhibición. Nadie se habría enterado de no mediar la necesidad de presumir. La vanidad —ese pecado favorito— terminó por desnudar códigos no escritos, prácticas normalizadas y una relación peligrosa entre poder y recompensa.
No es un caso aislado. El "ese gallo quiere maíz" ha sido, históricamente, la metáfora perfecta de una política transaccional. Lo nuevo es la desfachatez con la que se presume. Como si el problema no fuera recibir, sino que se supiera.
CUANDO LA POLÍTICA CONFUNDE ASTUCIA CON IMPUNIDAD
Se suele citar que la política es el arte de lo posible. Pero hay quienes la interpretan como el arte de salirse con la suya. La astucia, cuando pierde ética, se convierte en impunidad. Y la impunidad, cuando se normaliza, erosiona cualquier idea de Estado de derecho.
Las respuestas oficiales recientes confirman una peligrosa desconexión con la realidad: explicaciones inverosímiles, versiones que se contradicen y una constante: la creencia de que basta con decirlo frente a un micrófono para convertirlo en verdad. Como si la ciudadanía no tuviera memoria, contexto o sentido común.
EL EVANGELIO DE LOS SUBSIDIOS
El reparto masivo de libros financiado quién sabe cómo y pagado quién sabe cuándo es otro capítulo del mismo manual. Comprar miles de ejemplares para "regalarlos" no convierte una obra en bestseller; la convierte en propaganda subsidiada. Las cuentas no cuadran y las explicaciones menos. Ninguna editorial entrega millones de pesos "a crédito" por buena fe. Pretenderlo es insultar la experiencia de cualquiera que haya comprado un solo libro en su vida.
El mesianismo político se alimenta de estos gestos: convertir textos en volantes, ideas en dogmas y al líder en catecismo. El problema no es leer ni difundir; es hacerlo con recursos opacos, con relatos infantiles y con una narrativa que trata a la gente como feligresía.
VERDADES QUE EXPLOTAN EN LA CARA
La semana dejó algo más que polémicas domésticas. Las revelaciones sobre acuerdos inconfesables, audios incómodos y estrategias que parecen diseñadas fuera del marco institucional elevan la conversación a un nivel alarmante. Cuando un gobernador queda implicado en la planeación de entregas criminales a autoridades extranjeras, la pregunta es inevitable: ¿por qué no a la justicia mexicana? ¿A quién se le teme más?
Mientras tanto, la oposición sigue sin despertar, y los escándalos se acumulan como si fueran episodios de una serie interminable. Operativos con nombre festivo no sustituyen la seriedad, y los videos en redes no reemplazan la rendición de cuentas. La política del rockstar, del influencer y del chiste fácil puede dar likes, pero no gobierna.
La ciudadanía, cansada de explicaciones absurdas y de verdades a medias, empieza a exigir algo elemental: respeto. Respeto a la ley, a la inteligencia colectiva y a la gravedad del momento. Porque cuando la política se convierte en un concurso de ridículos, el costo no lo pagan quienes hacen el chiste, sino quienes viven sus consecuencias.
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