La lluvia no es el enemigo. El verdadero enemigo es el olvido, la negligencia y la corrupción.
Cada año, con la llegada de las lluvias, México revive la misma tragedia: comunidades aisladas, viviendas inundadas, vehículos arrastrados por la corriente y familias que lo pierden todo. A pesar de los discursos oficiales, la realidad es tozuda y se impone una y otra vez. El país no ha aprendido de sus errores y el costo de esa omisión no solo se mide en pesos y centavos, sino en vidas humanas, en desesperanza y en abandono.
La lluvia, esa bendición natural que alimenta ríos y manantiales, se convierte en pesadilla cuando los asentamientos humanos son autorizados —o simplemente tolerados— en cauces, laderas inestables, zonas con fallas geológicas o terrenos contaminados. Y la explicación de fondo siempre termina en lo mismo: corrupción, omisión, negocio político y una ausencia escandalosa de responsabilidad institucional.
VALLES, TAMAZUNCHALE Y EL NEGOCIO DE LA TRAGEDIA
Ejemplos sobran. En Tamazunchale, más de 300 viviendas dañadas y decenas de vehículos arrastrados por las crecientes. En Axla, 32 casas afectadas. En Ciudad Valles, zonas como "La Bajadita" siguen habitadas pese a los constantes llamados a reubicación y a las históricas inundaciones que se repiten año tras año. Se han construido colonias como la 12 de Julio precisamente para evitar estos riesgos, pero muchas familias se niegan a dejar su lugar de origen. ¿Por qué? Porque esa tierra, aún con peligro, es su hogar. Porque nadie les explicó a fondo, porque las nuevas viviendas las vendieron o simplemente regresaron. Y porque las autoridades permitieron desde un inicio que vivieran ahí.
En muchos casos, las decisiones políticas de autorizar fraccionamientos o asentamientos en lugares peligrosos no se basan en estudios técnicos o en los llamados atlas de riesgo, sino en convenios oscuros entre desarrolladores y funcionarios municipales. Las "mochadas" semanales en direcciones de desarrollo urbano, por ejemplo, son un secreto a voces que ningún alcalde se atreve a atacar de frente.
El negocio de los damnificados, además, es un fenómeno perverso: hay comunidades que sobreviven gracias a la lógica de la emergencia. Ser afectado por una inundación implica acceder a apoyos, despensas, atención mediática, incluso favores políticos. Es una forma de subsistencia en una estructura institucional incapaz de prevenir y que solo reacciona ante el desastre.
ATLAS DE RIESGO: LETRA MUERTA
El Atlas de riesgo es, en teoría, una herramienta indispensable para evitar tragedias. Pero en la práctica es una figura decorativa, inexistente en muchos municipios, o ignorada en otros. ¿Por qué? Porque elaborarlo con seriedad implica tiempo, dinero, estudios técnicos y voluntad política. Más fácil es no hacerlo, dejar que la gente construya donde quiera, y cuando el desastre ocurra, repartir cobijas y salir en la foto.
La falta de planeación urbana y la permisividad absoluta han provocado que zonas enteras vivan al filo del colapso. En Ciudad Valles, por ejemplo, conjuntos habitacionales han sido construidos directamente en cauces de arroyos. En San Luis Potosí capital, miles de familias habitan fraccionamientos como Villamagna o San Ángel, edificados en suelos contaminados por desechos mineros. La Universidad Autónoma de San Luis Potosí, a través de académicos como el Dr. Díaz-Barriga, ha advertido los riesgos de enfermedades crónicas por vivir en esos lugares. Pero las advertencias científicas pierden ante el peso del negocio inmobiliario.
DE LAS FALLAS GEOLÓGICAS A LAS AGUAS NEGRAS
Tampoco se respeta la geografía ni la historia del terreno. Asentamientos humanos crecen sobre fallas sísmicas o zonas de amortiguamiento ambiental, como sucede en la zona metropolitana de San Luis Potosí y Soledad de Graciano Sánchez. En Villa de Pozos, el caos político y la falta de control urbano han paralizado la inversión y aumentado la informalidad. Recientemente, sus habitantes sufrieron inundaciones de aguas negras, no solo en las calles sino dentro de sus casas. Una situación insostenible que refleja la descomposición institucional de muchos ayuntamientos.
Y mientras tanto, los responsables directos siguen sin enfrentar consecuencias. ¿Cuántos directores de Protección Civil o de Obras Públicas han sido sancionados por permitir construcciones en zonas de alto riesgo? ¿Cuántos funcionarios municipales enfrentan cargos por autorizar fraccionamientos sobre suelos contaminados o inestables? La respuesta es clara: ninguno. La impunidad es la norma, no la excepción.
¿QUIÉN VIVE EN LA TRAGEDIA?
La ciudadanía, por su parte, no es del todo ajena a la responsabilidad. Existen usos y costumbres arraigados, sí. También desinformación, pobreza y necesidad. Pero muchos saben que viven en zonas inundables, que su casa está en un arroyo o al pie de un cerro con deslaves, y aun así rechazan reubicarse. Es un círculo vicioso donde la falta de educación, la necesidad de un hogar y la negligencia del Estado se mezclan para perpetuar el desastre.
Una vez instaladas, esas familias difícilmente pueden volver atrás. Tienen un crédito a 30 años, un trabajo cercano, hijos en escuelas del barrio. ¿Quién puede pedirles que abandonen todo? El drama de los asentamientos irregulares no solo es técnico o ambiental: es profundamente humano y social. Pero mientras no se ataque de raíz —con planeación, con justicia, con alternativas reales y con sanciones ejemplares—, solo estamos condenados a repetir la misma historia cada año.
UN PAÍS DONDE EL AGUA ARRASTRA MÁS QUE LODO
En México, la temporada de lluvias arrastra más que lodo: se lleva promesas incumplidas, evidencias de corrupción, rezagos históricos, fracasos institucionales y la dignidad de los más pobres. Y lo peor de todo es que, cada vez que esto ocurre, parece que a nadie le sorprende.
Mientras se sigan autorizando construcciones en zonas de riesgo, mientras los atlas de riesgo sigan en el cajón, y mientras los responsables sigan libres y cómodos, el país seguirá inundándose... de tragedias anunciadas.
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