Viernes, 24 de Octubre de 2025
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Héctor Quispe: "México vive crisis futbolera, pero la pasión regresará"

Héctor Quispe: "México vive crisis futbolera, pero la pasión regresará"



Una reciente encuesta de Consulta Mitofsky, dirigida por Roy Campos, reveló un panorama desalentador rumbo al Mundial 2026: la mayoría de los aficionados mexicanos no confía en que la selección nacional logre un papel destacado. Apenas un 12% cree que México tendrá una buena actuación, mientras que una parte importante del público, especialmente jóvenes y mujeres, manifiesta que verá los partidos "solo por convivir", sin verdadero interés deportivo. El Tri, símbolo de unidad y esperanza en otros tiempos, parece haber perdido el encanto que lo distinguía como una pasión nacional.

Sin embargo, más allá de los resultados deportivos, la Copa del Mundo 2026 representa un fenómeno que trasciende la cancha. "Se trata de un macroevento deportivo que va a dejar muchas enseñanzas y que desde ahora ya está moviendo muchos intereses", advierte el periodista y catedrático Héctor Quispe. Para él, la organización del Mundial compartido entre México, Estados Unidos y Canadá es una oportunidad económica, política y social que podría revitalizar la imagen del país, aun en medio de una profunda crisis de confianza y apatía.

CUANDO EL FÚTBOL FUE BÁLSAMO SOCIAL
México ha recibido dos veces la Copa del Mundo: en 1970 y 1986. Ambas ediciones llegaron en momentos de tensión y dolor nacional. "En 1970 el Mundial fue posterior al tema del 68, había un ánimo social dividido", recuerda Quispe. La represión del movimiento estudiantil y la matanza de Tlatelolco habían dejado una herida abierta, y el evento futbolístico sirvió, al menos temporalmente, como una válvula de escape emocional.

Dieciséis años después, la historia se repitió. "En 1986 veníamos del terremoto del 85", explica el periodista. Otra vez, el país estaba golpeado —esta vez por la tragedia natural—, y nuevamente el fútbol se convirtió en un símbolo de resiliencia y orgullo. La euforia que despertó la selección de Hugo Sánchez y Manuel Negrete fue también una catarsis colectiva frente al dolor.

Hoy, en cambio, el ánimo nacional parece distinto. "No hay esa pasión", reconoce Quispe. México llega al Mundial 2026 compartiendo sede con sus vecinos del norte, pero con una población que atraviesa una "profunda crisis social". En medio de la violencia, la polarización política y el desencanto económico, el fútbol corre el riesgo de perder su función integradora.

EL DEPORTE COMO NEGOCIO NACIONAL
Quispe no duda al señalar que detrás de la fiesta mundialista existe una maquinaria de intereses. "La ruta del dinero es importante", enfatiza. Los macroeventos deportivos, explica, no solo promueven el espectáculo, sino que "generan movimientos económicos, sociales y políticos que transforman territorios enteros".

El periodista recuerda cómo la organización del Mundial 70 fue una empresa conjunta entre el poder político del PRI y el monopolio mediático de Televisa. "Todo lo oficial era apoyado por la televisora dominante", dice. Bajo la influencia de Emilio Azcárraga Milmo, "El Tigre", y de su mano derecha Guillermo Cañedo de la Bárcena, México construyó una de sus obras más emblemáticas: el Estadio Azteca.

"El estadio fue un símbolo de modernidad", explica Quispe. Conocido como el "Coloso de Santa Úrsula", no solo albergó los goles de Pelé y Maradona, sino que transformó urbanísticamente el sur de la capital. Alrededor de él se tejió una red de negocios inmobiliarios, publicitarios y deportivos que marcaron una época.

Hoy, más de medio siglo después, el Azteca vuelve a ser protagonista. "Hace unas cuantas semanas tuvo el acontecimiento histórico comercial de su primer naming", comenta Quispe. El recinto llevará temporalmente el nombre de Estadio Banorte, un movimiento que, según él, "fue una jugada maestra de mercadotecnia". No obstante, aclara que durante la Copa del Mundo la FIFA no permitirá el uso comercial del nombre y lo designará oficialmente como "Estadio Ciudad de México".

DEL ORGULLO AL DESENCANTO
La encuesta de Mitofsky confirma lo que se percibe en las calles: un desencanto generalizado. Las malas actuaciones de la selección mexicana, la falta de figuras emblemáticas y la corrupción en la Federación Mexicana de Futbol han mermado la confianza del público. "Hay una crisis deportiva futbolística", admite Quispe. "Su parte máxima fue en Qatar 2022, donde México no pasó de la primera ronda. Fue una de las peores participaciones de la historia".

El fracaso no fue aislado. La selección femenil, la sub-20 y los representativos olímpicos tampoco lograron clasificar o destacarse. "Todo eso es una verdadera crisis", advierte el periodista. Sin embargo, también lanza una predicción optimista: "Esto va a cambiar. Si algo mueve en cuestiones de esperanza es la eterna ilusión de la selección".

En el fútbol mexicano, dice, la emoción siempre regresa. "Es el deporte nacional por excelencia", afirma. Y pese a sus deficiencias, "siempre ha sido un mal producto, un pésimo producto, pero que vende muy bien". Quispe recuerda cómo en el Mundial de Sudáfrica 2010 la camiseta negra de la selección se convirtió en un fenómeno de ventas. "Se terminó toda la producción de Adidas y tuvieron que fabricar miles de camisetas pirata durante el torneo porque la gente las quería comprar", señala entre risas.

LA ECONOMÍA DE LA PASIÓN
El fútbol, como todo producto cultural, tiene una lógica emocional. Para millones, sigue siendo una fuente de identidad y orgullo. Aun cuando el nivel deportivo decae, el aficionado mexicano no renuncia a su selección. "El fútbol se juega en cualquier terreno", dice Quispe, "por eso es el encanto del deporte: une, emociona, ilusiona".

El periodista asegura que, conforme se acerque la Copa del Mundo, el ánimo del país cambiará. "Estamos a menos de un año y esto va a transformarse de manera vertiginosa", pronostica. La expectativa, la mercadotecnia y la nostalgia volverán a encender la llama.

Pero la pregunta es si el Mundial 2026 podrá cumplir un papel más profundo: reconstruir el tejido social y devolver algo de esperanza a una nación cansada. En 1970 y 1986, el balón sirvió para aliviar heridas colectivas. En 2026, quizá el reto sea mayor: despertar la emoción en un país que parece haber olvidado cómo soñar.

Hablar del fútbol en México es hablar de identidad, de emociones colectivas y de la forma en que un país traduce su esperanza en noventa minutos. Juan Villoro, en Dios es redondo, retrata este fenómeno con la sensibilidad del escritor que entiende que el balón no solo rueda sobre el pasto, sino sobre las fibras más íntimas de la sociedad. El estadio, dice Villoro, se convierte en templo; el jugador, en divinidad efímera; y el aficionado, en creyente que deposita su fe en los pies de once hombres.

El periodista Héctor Quispe coincide en que el deporte —y en particular el fútbol— es un bálsamo nacional. "El poder se sirve del deporte, aprovecha esos mensajes positivos; el congregado de lo mejor de los valores universales lo reúne el deporte", reflexiona. Desde esta mirada, el fútbol no es solo entretenimiento: es un espejo político y cultural, una herramienta de cohesión y también de propaganda.

México ha sabido capitalizar esa fuerza simbólica. Los estadios se levantan como catedrales modernas que alojan tanto la euforia como la desilusión. En ellos se congrega un país que, pese a sus crisis, aún encuentra en el gol un motivo para sonreír. Pero, como advierte Quispe, el contexto actual impone nuevos retos: "Es imposible borrar la inseguridad del país, pero por lo pronto se trata de evitar en lo posible acciones funestas." La FIFA, consciente de ello, exige a México medidas de inteligencia y resguardo sin precedentes.

El Mundial 2026 será, como dice el periodista, "el más vigilado y resguardado de la historia". Y no solo porque el crimen organizado haya permeado buena parte de las estructuras sociales, sino porque la imagen del país está en juego. "Las políticas públicas, los poderes del Estado, todo está volcado a garantizar la máxima seguridad", afirma. En esa frase se condensa una paradoja: el fútbol como símbolo de alegría, pero también como prueba de Estado.

Villoro decía que el fútbol es "la única religión que no tiene ateos". En México, esa fe futbolera se renueva con cada torneo. Los seguidores vuelven a creer, incluso después de cada decepción. Quispe lo resume con precisión: "La selección mexicana es una love mark, una marca de la cual te enamoras, y a un amor se le perdona todo o casi todo." En esa metáfora se encierra la naturaleza emocional del hincha mexicano, que vive el deporte no como espectáculo, sino como parte de su identidad nacional.

El periodista recuerda también que, en lo deportivo, México no alcanza aún la madurez necesaria para ser campeón del mundo. "No tiene el potencial para llegar muy lejos; el quinto partido es posible, pero no más." Sin embargo, esa sinceridad no destruye el mito: lo alimenta. Cada generación busca su revancha, su propia versión de la gloria.

En la memoria queda el proceso de Ricardo La Volpe, aquel técnico que, según Quispe, "trabajaba cuerpo, mente y espíritu" y dejó una huella formativa que aún se recuerda. De su escuela surgieron jugadores como Andrés Guardado, símbolo de constancia y disciplina, ejemplo de que en el fútbol mexicano también hay herencia y legado.

Mientras el país se prepara para recibir la Copa del Mundo, los ecos de Villoro resuenan con más fuerza. El balón, ese dios redondo, sigue girando sobre la historia mexicana, movido por la fe, la pasión y la esperanza de millones. Porque en cada pase, en cada grito y en cada derrota, México vuelve a encontrarse consigo mismo. Y aunque el gol no siempre llega, el ritual del juego sigue siendo un refugio contra la incertidumbre.

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