Viernes, 24 de Octubre de 2025
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Semana del 24 de Octubre al 30 de Octubre de 2025

Venezuela: Viviendo bajo una dictadura moderna

Venezuela: Viviendo bajo una dictadura moderna



Los países no se hunden por los dictadores, sino por los ciudadanos que dejan de creer en su poder para impedirlo.

La noticia recorrió el continente con fuerza simbólica: la venezolana María Corina Machado fue reconocida con el Premio Nobel de la Paz 2025. El anuncio, recibido con júbilo en sectores democráticos y con silencio en los regímenes autoritarios de la región, confirma el poder de la resistencia civil frente a las dictaduras del siglo XXI. Su distinción no solo celebra la lucha por los derechos humanos, sino que reactiva el debate sobre el destino político de América Latina, una región atrapada en el péndulo entre el populismo, el autoritarismo y la esperanza.

Machado se convierte en la segunda venezolana en obtener un Nobel de la Paz desde 1980, un hecho que adquiere especial relevancia en un país sumido por más de dos décadas en un sistema que prometió igualdad y terminó produciendo hambre, exilio y censura. "Allá lo que se decía es que ser rico es malo", recuerda el periodista venezolano Juan Carlos Aguirre, exiliado y testimonio viviente del desencanto que siguió a la Revolución Bolivariana.

La frase condensa la esencia del populismo: la glorificación de la pobreza como virtud política. En el discurso chavista, la riqueza era sinónimo de corrupción y el éxito personal, de traición al pueblo. "Había que estar rodilla en tierra y pecho al frente luchando por los valores de una revolución que pretendía acabar con el bipartidismo", añade Aguirre. El resultado fue una maquinaria de control ideológico que dividió a Venezuela en dos polos irreconciliables y cimentó un régimen que hizo de la polarización su oxígeno.

El chavismo surgió con la promesa de redención. Pero como todo proyecto mesiánico, se alimentó del culto al líder y la demonización del adversario. Hugo Chávez logró lo que pocos: convertir la política en religión. Ganó todas las elecciones a base de carisma, subsidios y petróleo. Pero tras su muerte, el sistema se desmoronó al ritmo de la caída del barril. Nicolás Maduro heredó el poder y con él, el vacío. "Todo se convirtió en pan para hoy y hambre para mañana", recuerda Aguirre.

Pese a ser el país con las mayores reservas probadas de petróleo del mundo y uno de los primeros en gas natural, Venezuela se hundió en la miseria. "Es un país que ha sido explotado por políticos de derecha y de izquierda", advierte Aguirre, al señalar que la crisis no responde solo a una ideología, sino a la corrupción estructural y al clientelismo. El chavismo, dice, no inventó la división; la institucionalizó.

El mito del bloqueo económico fue la narrativa perfecta para justificar el desastre. "Nunca ha habido un bloqueo contra el país; siempre fue un bloqueo contra funcionarios del gobierno chavista", explica Aguirre. La versión oficial de Caracas hablaba de un "imperio que asfixiaba al pueblo", mientras seguía vendiendo petróleo a Estados Unidos, comprando camionetas blindadas y financiando regímenes afines en Cuba, Bolivia y el Caribe. "Qué extraño —ironiza— que el principal comprador de petróleo de Venezuela siguiera siendo los Estados Unidos."

Esa contradicción reveló el verdadero rostro del régimen: un sistema dependiente del enemigo al que decía combatir. El discurso antiimperialista fue el velo retórico para encubrir una oligarquía militar que, al amparo del poder, saqueó los recursos nacionales. Mientras tanto, millones de venezolanos fueron expulsados de su país por el hambre y la persecución.

La entrega del Nobel a María Corina Machado, por tanto, tiene una lectura que trasciende lo simbólico: representa el reconocimiento mundial a una mujer que ha enfrentado a uno de los aparatos autoritarios más implacables del continente. En un contexto donde la libertad de expresión es criminalizada, la oposición desarticulada y la pobreza utilizada como instrumento de control, su premio es un recordatorio de que la democracia no se extingue, aunque la silencien.

Aguirre, quien vivió de cerca la propaganda chavista, subraya que la raíz del problema está en la manipulación emocional de las masas. "El venezolano se dejó enamorar por lo que quería escuchar, no por las realidades", afirma. Esa estrategia —la de prometer justicia social mientras se consolida un régimen de privilegios— se ha repetido en diversos países de América Latina.

Por eso, la pregunta resuena con fuerza: ¿es Venezuela un espejo del futuro mexicano? El paralelismo no es gratuito. Las consignas de "primero los pobres" o "gobernar para el pueblo" han sido utilizadas en distintos contextos como herramientas discursivas de poder. El populismo, en cualquiera de sus colores, apela a las emociones más básicas para perpetuar el control político.

En palabras de Aguirre, "en Venezuela siempre gobernó la izquierda, nunca hubo derecha real". Esa afirmación rompe con el mito de la alternancia y plantea una verdad incómoda: los extremos ideológicos terminan pareciéndose cuando su fin es la permanencia en el poder.

La Venezuela que prometía ser ejemplo de justicia social terminó convertida en advertencia continental. El Nobel de Machado reaviva la discusión sobre la necesidad de rescatar las instituciones, defender la libertad y recordar que ningún proyecto político puede sustituir la conciencia crítica de una nación. Porque, como demuestra su historia, cuando un pueblo confunde el liderazgo con la devoción, el precio de la fe ciega suele ser la libertad.

La situación venezolana, descrita con crudeza por el periodista Juan Carlos Aguirre, es el espejo más nítido del autoritarismo moderno en América Latina. Lo que comenzó como un proyecto de justicia social se convirtió en una maquinaria de poder absoluto, donde la disidencia se paga con cárcel, exilio o silencio. "A quien no le gusta, lo desaparecen; a quien no le gusta, lo matan; a quien no le gusta, lo sacan del país o lo meten preso", advierte. Ya no se trata de un sistema con tendencias autoritarias, sino de una dictadura consolidada.

Aguirre describe una realidad donde el Estado se ha apropiado de la justicia, los medios, el ejército y hasta del lenguaje. En Venezuela, opinar en WhatsApp puede costar quince años de prisión. "Ya hemos visto cómo a personas comunes, incluso a una muchacha que hizo una animación con inteligencia artificial, las condenan a 10 o 15 años de cárcel". Ese nivel de represión cotidiana convierte al miedo en política pública.

Frente a ese panorama, muchos venezolanos miran hacia el norte con esperanza o desesperación. El regreso de Donald Trump al escenario político estadounidense es visto por algunos como una oportunidad de intervención o rescate. "Muchos venezolanos pueden estar anhelando que pasen de la retórica a los hechos, que se logre que Nicolás Maduro dé su brazo a torcer y rompamos estos veintitantos años de autoritarismo", explica Aguirre. Sin embargo, su escepticismo pesa más que la ilusión.

Aguirre duda de que la política exterior norteamericana esté guiada por principios democráticos y no por intereses. "Todo depende del loco que tenga en ese momento el gobierno de turno en Estados Unidos", ironiza. Y lanza una advertencia que resuena con fuerza: no se puede hablar de restaurar la democracia solo cuando conviene políticamente. Si se aplaude la caída de regímenes de izquierda, habría también que condenar los abusos de gobiernos de derecha. La coherencia democrática no puede ser selectiva.

La tentación de buscar salvadores externos es comprensible, pero peligrosa. "Muchos dicen que los venezolanos resolvemos nuestros problemas, pero necesitamos ayuda internacional", sostiene. El régimen controla las armas, los tribunales, los organismos electorales y los medios. Hablar de una guerra civil es un espejismo, porque solo un bando tiene el poder de disparar. Venezuela no es un campo de batalla: es un país sitiado desde dentro.

En esa asimetría, cualquier movimiento internacional se convierte en espectáculo. Aguirre critica el exceso de anuncios y amenazas sin acción real: "Perro que ladra no muerde. No sé a qué están jugando, si al show que estamos acostumbrados de Trump, el showman de la televisión, o si realmente planean actuar". Para él, la política exterior parece haberse convertido en un reality show donde el sufrimiento de los pueblos es parte del guion.

Aun así, su esperanza no desaparece. "Ojalá y con Trump o sin Trump logremos una libertad real, no negociada, para los venezolanos". El periodista recuerda que en su país no hay un golpe de Estado que derrocar, porque no existe un gobierno legítimo que defender. Lo que está en juego, dice, es la recuperación de la democracia frente a un régimen sostenido por el narcotráfico, la corrupción y alianzas con grupos armados.

La denuncia alcanza dimensiones continentales: "Se ha comprobado que se financiaron campañas de Lula, de Petro y de los Kirchner. Estamos contra una dictadura que opera como crimen organizado y tiene vínculos en Colombia y México". Esa afirmación, aunque dura, refleja la desconfianza creciente hacia las redes de poder que trascienden fronteras e ideologías.

El cierre de su reflexión es casi profético: "Yo no puedo hablar sobre si México va o no va en el camino de Venezuela. Solo digo que vengo del pasado para advertirles del futuro, y no me han hecho caso". Lo que para algunos suena a exageración, para otros es un aviso. La historia venezolana enseña que los populismos no llegan con uniformes ni fusiles, sino con discursos de justicia y promesas de bienestar.

"Hay que rescatar la democracia, los poderes públicos y el sentido de pertenencia", insiste. Lo que se perdió en Venezuela —el valor de la crítica, la independencia de los jueces, la libertad de disentir— no se perdió de golpe. Se fue erosionando, voto a voto, aplauso a aplauso, hasta que el miedo sustituyó al debate.

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