¿Hasta cuándo? Esa es una pregunta que solo la ciudadanía puede responder.
En la historia política de San Luis Potosí, pocas legislaturas han logrado el dudoso honor de ser más comentadas por sus escándalos personales que por sus aportaciones legislativas. Y aunque eso en sí mismo no es nuevo, lo preocupante es la aceptación, casi resignada, de que así funciona el Congreso local: como un club de beneficios donde los ciudadanos pagan, pero no reciben.
Esta semana, el debate volvió a encenderse no por alguna propuesta relevante ni por un dictamen que impacte a la población, sino por la férrea defensa que varios diputados hicieron de sus apoyos para gasolina. En un país donde el costo de los combustibles afecta diariamente a millones de personas, los representantes populares tienen el privilegio —porque eso es, un privilegio— de recibir pagos adicionales para trasladarse a sus distritos. El problema, claro, es que muchos de ellos ya ni siquiera viven en esos distritos. Han echado raíces en la capital del estado, con hijos en colegios privados, cenas frecuentes en restaurantes de moda y una desconexión absoluta de quienes los eligieron.
La narrativa se repite: "Necesitamos los apoyos porque representamos al interior del estado". Pero los hechos revelan otra realidad. Diputados y diputadas que apenas pisan sus regiones, que ya operan desde la comodidad de la capital, y que aún así se aferran a mantener (y justificar) beneficios que hace tiempo dejaron de estar relacionados con el trabajo legislativo. ¿Cuánto gasta un legislador potosino en gasolina al mes? Según cálculos aproximados, suficiente como para darle varias vueltas al mundo. Y aun así, lo defienden con un discurso que insulta la inteligencia del electorado.
Pero el fondo del asunto no es sólo el combustible. Es el combustible moral. ¿Qué es lo que esta legislatura ha entregado a cambio? ¿Dónde están las iniciativas, las reformas, el verdadero trabajo de representación? Las respuestas son tan escasas como las veces que los diputados han enfrentado realmente a la prensa o al escrutinio público. La mayoría mantiene un perfil bajo, como quien se agazapa para evitar ser descubierto. Y no es casualidad. El silencio también es una estrategia política.
Mientras tanto, figuras que deberían contribuir al diálogo legislativo optan por el berrinche y la descalificación. Casos como el de la diputada que envió por error un mensaje ofensivo a un periodista en lugar de a un jefe de prensa —y que luego se niega a dar entrevistas porque "los medios escriben puras estupideces"— reflejan un nivel de cinismo que raya en lo grotesco. Si hay algo que no falta en este Congreso, son los espectáculos bochornosos.
Y es aquí donde la reflexión toma otra dimensión: ¿Qué esperamos realmente de nuestros representantes? El cinismo social ha llegado a tal punto que muchas personas repiten con desgano aquella frase infame: "Que roben, pero que hagan". Es el resultado de años, décadas, de decepción política. Sin embargo, el peligro de aceptar eso como normal es que deja la puerta abierta al saqueo sistemático. Porque si el estándar es "robar, pero hacer algo", entonces estamos legitimando el abuso mientras nos conformamos con migajas.
El Congreso del Estado debería ser una institución de contrapeso, de representación real y de propuestas para mejorar la vida de los potosinos. Pero hoy es percibido como un organismo parasitario, alimentado por recursos públicos que no se traducen en mejoras sustantivas. Basta revisar el historial: asesores cuyo trabajo nadie conoce, sueldos generosos, camionetas oficiales, viajes, bonos, viáticos. Una bolsa de beneficios millonaria frente a resultados legislativos francamente mediocres.
Claro, hay excepciones. Algunos diputados, pocos, hacen su trabajo con discreción y responsabilidad, incluso sin utilizar los recursos del Congreso para asuntos personales. Pero esos casos son la excepción, no la regla. Y cuando los pocos que sí cumplen conviven con los que no, la percepción pública termina arrastrando a todos al mismo lodo.
Resulta especialmente indignante que muchos de quienes hoy disfrutan del presupuesto público, ayer se presentaban como adalides de la austeridad. Discurso de izquierda con hábitos de derecha. El autoeconómico quedó en el pasado; hoy se pasean en camionetas de lujo, visten ropa de diseñador y exhiben un estilo de vida muy alejado de la clase trabajadora a la que dicen representar. La contradicción es tan obvia que ya ni siquiera se esfuerzan en disimularla.
Entonces, ¿qué nos queda como ciudadanos? Exigir. Preguntar. Cuestionar. Y sí, castigar con el voto a quienes no han sabido estar a la altura. Porque si no lo hacemos, seguimos alimentando una clase política que no se siente obligada a rendir cuentas. Que considera sus privilegios como derechos adquiridos. Que responde a los medios con insultos en lugar de argumentos.
No es una exageración decir que el Congreso potosino es un espejo del desgaste institucional. Lo trágico es que el reflejo muestra a una sociedad que ha empezado a tolerar lo intolerable. Y mientras eso no cambie, seguiremos viendo a los nuevos ricos del poder vivir a costa de todos, sin dar nada a cambio.
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