Viernes, 31 de Octubre de 2025
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Con miedo y extorsión, así viven los productores michoacanos

Con miedo y extorsión, así viven los productores michoacanos

Marco Duarte / Periodista



Decir la verdad en México cuesta caro. En algunos lugares, cuesta la vida. Lo que sucede hoy en Michoacán es el espejo más fiel de un país donde la violencia dejó de ser excepción para convertirse en sistema. La reciente ejecución de Bernardo Bravo Manríquez, presidente de la Asociación de Citricultores del Valle de Apatzingán, no solo enluta a un gremio, sino que exhibe, con crudeza, la podredumbre institucional que mantiene sometido al estado y a miles de trabajadores del campo bajo el yugo del crimen organizado.

En Michoacán, la sangre no duerme. Lo que para muchos mexicanos es noticia, para los habitantes de Tierra Caliente es rutina. En cada pueblo, en cada rancho, en cada empaque de limón o aguacate, la extorsión se ha vuelto ley no escrita. Hay quienes pagan en efectivo, otros con miedo, y otros más con la vida. Lo más grave es que todos, absolutamente todos, saben quiénes son los cobradores. Y aun así, la impunidad sigue siendo la norma.

He recorrido durante años las regiones que hoy están bajo control del crimen. Y puedo afirmar sin titubeos que Michoacán es el laboratorio del México descompuesto. De sus 113 municipios, no hay uno solo que pueda presumir de vivir en paz. Catorce cárteles operan simultáneamente en el estado, con brazos extendidos en la política, la policía, el comercio y la tierra. No se trata ya de narcos que trafican drogas; se trata de gobiernos paralelos que cobran impuestos, administran justicia, dictan sentencias y deciden quién puede trabajar y quién no.

Un alcalde de la zona occidente, cuyo nombre omito por razones obvias, me confesó hace poco que la mayoría de los ayuntamientos michoacanos están sometidos a los grupos criminales, y que solo una minoría de presidentes municipales son sus cómplices directos. "La diferencia entre ser sometido o ser socio es mínima", me dijo con voz quebrada. En ambos casos, el poder real no reside en el cabildo, sino en la sierra.

El fenómeno no es nuevo. Hay que remontarse a la década de los sesenta, cuando en los pueblos de Tierra Caliente se sembraba marihuana o amapola no para hacerse rico, sino para sobrevivir. Aquellos campesinos intercambiaban la droga por electrodomésticos, estufas o refrigeradores. Era una economía de trueque entre la miseria y la necesidad. De ahí nació el narcotráfico rural que hoy domina la región.

De esos campos surgió Nemesio Oseguera Cervantes, "El Mencho", originario de Aguililla y convertido hoy en el hombre más buscado del mundo. Su historia es la historia de Michoacán: un niño de rancho que se convirtió en símbolo del poder sin ley.

Luego vino la "Familia Michoacana", encabezada por Nazario Moreno "El Chayo", Servando Gómez "La Tuta" y Jesús Méndez "El Chango". Aquellos hombres no solo construyeron un cártel; edificaron un sistema. Infiltraron fiscalías, policías municipales, ministerios públicos y corporaciones estatales. Colocaron a sus mandos en puestos estratégicos y usaron a los cuerpos de seguridad como brazo armado. Cuando los intereses personales los dividieron, de su ruptura surgieron nuevos grupos: los Caballeros Templarios, Los Viagras, Los Blancos de Troya, el Cártel de Tepalcatepec... y la lista sigue.

Hoy, el estado se encuentra fragmentado entre catorce organizaciones criminales. Y cada una impone sus propias tarifas. A los limoneros, entre uno y tres pesos por kilo. A los aguacateros, un peso. A los ganaderos, a los tortilleros, a los transportistas y hasta a los choferes de combis. Todos pagan. Nadie se salva.

El caso del Valle de Apatzingán es paradigmático. El llamado "tianguis limonero" fue fundado hace veinte años por José de Jesús Méndez, "El Chango Méndez", a escasos 300 metros de la 43 Zona Militar. Desde entonces, la línea entre legalidad y criminalidad se borró. Lo que comenzó como un mercado de productores se transformó en un punto de control económico del narcotráfico.

Pero la extorsión no ocurre ahí, sino en las empacadoras, donde los compradores descuentan automáticamente la "cuota de seguridad". Hoy, los productores trabajan para sobrevivir... y para mantener vivos a quienes los oprimen.

La Asociación de Citricultores del Valle de Apatzingán, que agrupa a unos 1,800 agremiados y más de 12 mil jornaleros, es un microcosmos de esta tragedia nacional: una organización que, por necesidad o conveniencia, ha tenido entre sus socios a presuntos narcotraficantes. Dormir con el enemigo dejó de ser metáfora; en Michoacán es un modo de vida.

Nada de esto es desconocido para las autoridades. Desde hace dos décadas, los gobiernos federal y estatal han sido testigos y, en algunos casos, cómplices silenciosos. Las estrategias de seguridad han sido tantas como sus fracasos. Cada operativo termina por multiplicar a los enemigos. Y mientras los titulares de seguridad anuncian "reajustes", los campesinos entierran a sus muertos.

Lo más doloroso es que los asesinatos como el de Bernardo Bravo Manríquez se diluyen en la agenda nacional. Mañana habrá otra noticia que ocupe los titulares. Pero en Michoacán, la sangre no se seca.

El crimen no duerme. Y el Estado, tampoco despierta.

Cuando uno observa desde fuera esta realidad, parece imposible creer que en un mismo país existan dos Méxicos: uno que produce, trabaja y paga; y otro que cobra, mata y manda. Pero en el fondo, ambos son el mismo. La diferencia es que unos viven con miedo... y otros viven del miedo.

Michoacán no es un caso aislado. Es el retrato de lo que ocurre —a distintas escalas— en Guerrero, Jalisco, Zacatecas, Guanajuato, Veracruz o Chihuahua. Es el rostro de un México que ha normalizado la barbarie.

La pregunta que deberíamos hacernos no es si los cárteles gobiernan, sino desde cuándo dejamos que lo hicieran.

Porque aquí, en la tierra donde la sangre no duerme, la verdad también se entierra.

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