Frente a ese panorama, la única defensa posible es la memoria: no olvidar lo que fuimos, lo que hicimos, lo que dejamos morir.
El mundo actual es un espejo deformado de su propia historia. Hemos transitado por guerras mundiales, revoluciones y crisis que moldearon civilizaciones, pero jamás habíamos estado tan cerca del abismo. Lo que vivimos hoy no es una suma de conflictos dispersos: es un sistema global en tensión, un planeta que parece caminar en equilibrio sobre una cuerda floja, con los jinetes del apocalipsis cabalgando de nuevo.
La guerra de Ucrania, el conflicto interminable en Medio Oriente, la proliferación de armas nucleares y el auge de los populismos son síntomas de un mismo mal: la pérdida del liderazgo y de la grandeza política. Nunca antes las potencias habían acumulado tanto poder destructivo ni los ciudadanos habían estado tan desprotegidos frente a las decisiones —o la falta de ellas— de sus gobernantes.
Hoy Rusia dispone de más de seis mil ojivas nucleares, de las cuales puede activar cientos en cuestión de minutos. Estados Unidos, Israel, Pakistán, Corea del Norte, Francia y Gran Bretaña poseen también arsenales capaces de borrar ciudades enteras. El tratado de no proliferación nuclear, firmado hace más de medio siglo para frenar la carrera armamentista, es hoy papel mojado. Nadie lo respeta. Nadie lo invoca. Y mientras tanto, la humanidad sigue sosteniendo su futuro sobre el filo de una bomba.
Vivimos en una nueva Guerra Fría, más silenciosa y más peligrosa que la original. Entonces, en los años sesenta, existían fronteras ideológicas claras: capitalismo y comunismo. Hoy las fronteras se desdibujaron, pero el miedo sigue intacto. Los misiles ya no apuntan solo a los enemigos declarados; apuntan a la incertidumbre, al caos, a la falta de control. Las decisiones se toman desde despachos lejanos por hombres que rara vez han visto el rostro del dolor que provocan.
He estado en muchos frentes, desde el Golfo Pérsico hasta los Balcanes, y siempre que suena un disparo hay un niño que deja de reír, una madre que deja de esperar, un país que deja de ser el mismo. Esa es la verdadera medida de una guerra: no los mapas, sino las cicatrices. Sin embargo, hoy el conflicto se ha vuelto invisible para buena parte del mundo. Ucrania se transformó en una rutina informativa, Gaza en un eco lejano, Siria en una estadística olvidada. Y cuando la guerra se vuelve costumbre, la humanidad empieza a perderse a sí misma.
La pregunta inevitable es: ¿qué clase de herencia estamos dejando? Los políticos de hoy parecen más preocupados por su nómina que por la historia. Son "micropolíticos", como los llamo, hombres y mujeres que defienden su salario, su asiento, su comodidad. En los procesos de paz, como ocurre en Israel o en Palestina, lo que interesa no es la paz, sino el proceso: el mecanismo burocrático que mantiene vivos los cargos, las comisiones y las dietas mensuales. Nadie se jubila de la paz, pero muchos viven del intento.
Hace falta recordar a los gigantes que alguna vez dirigieron al mundo. Desde Churchill hasta De Gasperi, desde Adenauer hasta Gorbachov, desde Isaac Rabin hasta Angela Merkel. Líderes que tomaban decisiones sabiendo que podían perder elecciones, pero que las tomaban porque eran necesarias. Merkel, por ejemplo, abrió las puertas de Alemania a un millón de refugiados sirios, consciente de que podía quebrar el bienestar de su país. Y aun así lo hizo, porque entendió que la dignidad humana pesa más que los votos. Esa grandeza parece extinguida.
Hoy la política global se ha fragmentado entre los extremos. A falta de respuestas reales, los ciudadanos buscan refugio en la radicalidad. Un populismo de izquierda o de derecha promete soluciones fáciles a problemas complejos. Lo hemos visto en Europa, en Estados Unidos, en América Latina. En México, en particular, la violencia se ha normalizado y el mundo apenas presta atención. Cada nación libra su propia batalla interna, mientras el planeta entero se desmorona en cámara lenta.
El ciudadano contemporáneo ya no pide milagros. Solo quiere vivir con dignidad, tener una educación decente, una sanidad accesible, un salario justo. No son demandas imposibles. Pero cuando los gobiernos olvidan esas necesidades básicas y se dedican a sostener estructuras de poder inútiles, la gente termina abrazando a los falsos profetas del extremismo. Esa es la gran tragedia de nuestro tiempo.
Desde mi trinchera periodística, he aprendido que la guerra no solo destruye cuerpos: destruye la memoria. Por eso los corresponsales de guerra nos convertimos, sin proponérnoslo, en guardianes de la historia. Somos los testigos incómodos de lo que el mundo preferiría no ver. Damos voz a los muertos anónimos, a las aldeas arrasadas, a los niños que nunca tuvieron nombre. Porque mientras alguien los recuerde, aún hay esperanza de redención.
Durante siglos, millones de víctimas quedaron sepultadas en el olvido simplemente porque no hubo quien contara su historia. Cada vez que un reportero llega al frente, con una libreta o una cámara, les devuelve un fragmento de dignidad. Testimoniar es también una forma de resistencia. Decir "esto ocurrió" es el primer paso para evitar que se repita.
Pero incluso eso está en riesgo. En un mundo donde la desinformación se propaga más rápido que las bombas, el periodismo de guerra se ha vuelto incómodo. Las verdades estorban. Los gobiernos censuran. Los ejércitos manipulan. Sin embargo, sigo creyendo que el deber del periodista no es agradar, sino narrar. Y narrar, aunque duela, es una forma de honrar la vida.
No sabemos si habrá una Tercera Guerra Mundial. Quizás ya comenzó, solo que en capítulos dispersos. Lo cierto es que vivimos una era donde la humanidad ha perdido el sentido de su propio límite.
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