Luis Chaparro | Periodista
Michoacán no es un caso aislado; es el espejo de México. Y si el poder no entiende que cada asesinato político es una fractura en la legitimidad del Estado, el país entero comenzará a desmoronarse, pedazo a pedazo, hasta que ya no quede nada que gobernar.
El asesinato de Carlos Manzo, alcalde de Uruapan y fundador del llamado Movimiento del Sombrero, no es un hecho aislado ni una tragedia local. Es el síntoma más visible de un país que sigue pudriéndose desde sus instituciones, un recordatorio brutal de que la indiferencia del poder tiene consecuencias que ya no se pueden esconder bajo los discursos oficiales. La muerte de Manzo no solo cimbró a Michoacán; ha comenzado a marcar, de manera irreversible, el inicio del sexenio de Claudia Sheinbaum.
A lo largo de nuestra historia reciente, cada administración federal ha tenido un hecho que la define: las toallas y los hijos de Marta en el sexenio de Fox; la guerra al narco en el de Calderón; la Casa Blanca y Ayotzinapa con Peña Nieto; la alianza disfrazada de indiferencia frente al crimen organizado bajo López Obrador. Ahora, a Sheinbaum le tocará cargar con la muerte de Manzo, símbolo del hartazgo ciudadano frente a la violencia, y espejo incómodo de un país donde el crimen manda, cobra y decide.
El Movimiento del Sombrero surgió como un acto de dignidad. No como una organización política, sino como una expresión espontánea de la ciudadanía cansada de pagar "derecho de piso", de callar ante las extorsiones, de vivir con miedo. Manzo encarnaba ese hartazgo, ese impulso de decir basta. Pero su asesinato demuestra que los ciudadanos que se organizan fuera del control del Estado se convierten en blanco fácil de los grupos criminales —y, lo más doloroso, en motivo de silencio para un gobierno que llega tarde, otra vez.
Porque esa es la palabra que define la reacción oficial: tardanza. El envío de la Guardia Nacional, del Ejército, de todas las fuerzas federales a Michoacán no es una estrategia, es un reflejo. Una acción reactiva y mediática para calmar la indignación. Pero quienes operan en Michoacán —los Viagras, los remanentes del Cártel Jalisco Nueva Generación, las múltiples células que disputan el control del territorio— saben perfectamente cómo jugar con los tiempos del Estado. Saben cuándo calentar la plaza y cuándo enfriarla, cuándo retirarse antes de que lleguen los uniformados que solo patrullan unas semanas y se van.
La tragedia de Uruapan no es solo la de un alcalde caído. Es la de un país donde los criminales aplican impuestos, controlan mercados, deciden la vida política local y definen qué proyectos pueden o no prosperar. Es el fracaso absoluto de un sistema que presume gobernabilidad mientras la violencia sigue siendo la moneda de cambio en buena parte del territorio nacional.
El asesinato de Manzo también es un golpe directo a la credibilidad del nuevo gobierno. Apenas unos días antes, el secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, presentaba cifras optimistas sobre la reducción de homicidios y la "mejoría gradual" de la seguridad. El discurso se derrumbó en cuestión de horas. La narrativa de un país "más seguro" no resiste la realidad de los municipios sitiados, de las extorsiones al alza, de las carreteras controladas por retenes ilegales que no pertenecen al Estado.
Este episodio no solo exhibe la debilidad de las instituciones, sino también las fracturas dentro del poder. La figura de Harfuch —un policía con formación civil y vínculos internacionales— se enfrenta a la élite militar que, desde hace años, ha extendido su influencia en áreas clave del gobierno. Michoacán podría convertirse en el escenario de una disputa silenciosa entre ambos bloques, donde la seguridad deje de ser prioridad para convertirse en botín político.
El país parece repetir un patrón cíclico: cuando la violencia se desborda en un estado, el gobierno federal actúa con parches, no con estrategias. Michoacán arde hoy, pero mañana podría ser Guerrero, Jalisco o Puebla. Las señales están ahí: comunidades que piden ayuda y no son escuchadas, grupos criminales que diversifican sus negocios en la extorsión y la minería ilegal, autoridades locales atrapadas entre la amenaza y el abandono.
Lo más grave es que la sociedad también ha aprendido a convivir con la tragedia. No porque no sepa cómo reconstruir el tejido social, sino porque ha sido despojada de las herramientas para hacerlo. La impunidad se volvió costumbre. El miedo, una forma de sobrevivir. Los políticos saben perfectamente cómo crear gobernabilidad, pero eligen no hacerlo. Porque el verdadero distractor —y su adicción más peligrosa— es el poder. La perpetuidad en el poder.
En esa búsqueda de control, los gobiernos terminan olvidando que el país no es un tablero de ajedrez. Que las piezas que caen —como Carlos Manzo— son seres humanos, líderes comunitarios, padres, hermanos, ciudadanos que creyeron que podían cambiar algo. Y cada vez que uno de ellos muere, se desmorona otro pedazo de esperanza colectiva.
Aun así, algo ha cambiado. El movimiento del Sombrero demostró que los ciudadanos pueden organizarse, que todavía hay quienes están dispuestos a sacar los dientes, a presionar, a no olvidar. Esa es la única posibilidad de contrapeso ante un Estado que prefiere mirar hacia otro lado. Pero si el gobierno vuelve a caer en la indiferencia, si permite que la violencia siga siendo la respuesta a la participación civil, el país terminará de romperse.
El futuro inmediato dependerá de la reacción del Estado. Si se limita a contener la crisis con discursos, el resultado será el mismo de siempre: más muertos, más miedo, más silencio. Pero si de verdad hay un intento por recuperar el control, por atender a las comunidades que llevan años abandonadas, quizá aún haya una oportunidad.
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