Jueves, 13 de Noviembre de 2025
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Michoacán: el espejo roto del Estado mexicano

Michoacán: el espejo roto del Estado mexicano

Marco Antonio Duarte, periodista



El reflejo de Michoacán nos devuelve la mirada de un país que ya no puede seguir fingiendo que no se desangra.

El asesinato de Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, no solo estremeció a Michoacán, sino que se convirtió en un reflejo implacable del México que el poder prefiere no mirar: un país donde la vida pública se sostiene sobre los cimientos del miedo, donde la política se entrelaza con la criminalidad y donde los ciudadanos han comenzado a alzar la voz ante la impunidad que parece gobernarlo todo.

Tras el crimen, la sociedad michoacana se ha levantado con una mezcla de indignación y hartazgo. En las calles, en los templos, en las plazas, el nombre de Carlos Manzo se ha transformado en un símbolo de resistencia frente al crimen organizado. Su sucesora, Grecia Quiroz, ahora enfrenta el desafío de continuar ese legado en medio de un entorno dominado por la incertidumbre, el dolor y la desconfianza hacia las instituciones.

La crudeza del momento fue sintetizada por el periodista Marco Antonio Duarte, quien retrató un escenario desolador: en Michoacán, la mayoría de los alcaldes "si no están coludidos con el crimen organizado, están sometidos". El asesinato de Manzo, ocurrido ante miles de personas durante el tradicional Festival de las Velas en Uruapan, es la evidencia más atroz de esa afirmación. El responsable, un adolescente de 17 años, miembro de una comunidad purépecha, burló a 24 elementos de seguridad —14 de la Guardia Nacional y 10 policías municipales— para disparar a quemarropa contra el alcalde.

Ese joven sicario, convertido en símbolo del fracaso de los programas sociales, encarna el rostro más amargo de una tragedia nacional: niños reclutados por los cárteles ante la ausencia de oportunidades. "Los programas del gobierno no le sirvieron; terminó en las filas del crimen organizado", señaló Duarte. No hay frase que defina mejor la orfandad moral del país.

Mientras tanto, el gobierno federal respondió al crimen con el anuncio de un Plan por la Paz y la Seguridad para Michoacán, una estrategia que —como señaló el propio Duarte— ha dejado más dudas que certezas. Nadie, ni siquiera el gobernador, conoce los detalles de su implementación. En teoría busca recomponer el tejido social, pero carece de ejes claros para frenar a los 14 cárteles que se disputan el estado.

Grecia Quiroz, viuda de Manzo y hoy presidenta municipal, ha pedido justicia con firmeza: exige la captura de los responsables materiales e intelectuales del asesinato, y ha señalado lo que todos en Michoacán saben: los líderes criminales están perfectamente ubicados, pero siguen intocables. Su voz ha resonado como la de una mujer que no se arrodilla ante el miedo.

Sin embargo, el panorama no es alentador. Las autoridades locales no han esclarecido el móvil del crimen, y la Fiscalía mantiene abiertas varias líneas de investigación, sin descartar la participación del crimen organizado ni otras posibles conexiones. El fiscal Carlos Torres Piña habla de indicios, pero sin resultados. El silencio oficial, una vez más, se confunde con complicidad.

En este contexto, el llamado "Movimiento del Sombrero", nacido del impulso ciudadano que encabezó Manzo, podría convertirse en una chispa de cambio o desvanecerse como un gesto efímero. Todo dependerá del respaldo popular hacia Grecia Quiroz y de la capacidad del gobierno federal para responder con acciones y no con discursos.

La situación en Michoacán es más que una crisis local. Es un diagnóstico nacional. Duarte lo explica con precisión: el estado es un laboratorio donde los fracasos de las estrategias de seguridad se han repetido sexenio tras sexenio. Felipe Calderón —michoacano de nacimiento— evidenció la penetración del crimen organizado, pero su "guerra contra el narco" dejó miles de muertos y un Estado fragmentado. Enrique Peña Nieto intentó maquillar el problema con 40 mil millones de pesos destinados a una Comisión de Seguridad que encabezó Alfredo Castillo, apodado el "virrey". El dinero no resolvió nada: solo atomizó a los grupos criminales, que se reorganizaron bajo nuevos nombres, como Los Viagras o Los Blancos de Troya, integrados por exautodefensas que pasaron de ser héroes comunitarios a sicarios uniformados.

El gobierno de Andrés Manuel López Obrador tampoco alteró el guion. Su política de "abrazos, no balazos" dejó espacio para que los cárteles consolidaran su dominio en municipios enteros. Ni la Guardia Nacional ni la retórica de pacificación han devuelto la tranquilidad a la población. Y hoy, bajo el gobierno de Claudia Sheinbaum, la violencia parece no solo continuar, sino evolucionar hacia formas más descaradas de control social y político.

El asesinato de Manzo es, entonces, un parteaguas. No solo exhibe la vulnerabilidad del Estado frente al crimen organizado, sino también la normalización del terror como forma de convivencia. Los niños halcones, las viudas que asumen alcaldías, los periodistas amenazados y los ciudadanos que marchan con sombreros en señal de protesta son el retrato de un país que intenta sobrevivir mientras el poder negocia con sus verdugos.

"Michoacán es el México real", dijo Duarte al cierre de su intervención. No hay frase más certera. Lo que ocurre en sus calles —la corrupción, la impunidad, la violencia institucionalizada— no es una excepción, sino un espejo que refleja lo que somos como nación. La pregunta que flota en el aire no es si habrá justicia para Carlos Manzo, sino si México todavía tiene la fuerza para exigirla.

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