Mientras Donald Trump afina su maquinaria electoral con amenazas y discursos incendiarios, millones de migrantes mexicanos siguen sosteniendo, con su trabajo silencioso, gran parte de la economía de Estados Unidos. La paradoja es brutal: se les acusa de "gandallas", de "tomadores", de "saqueadores", mientras su esfuerzo contribuye, día con día, a escuelas, hospitales y carreteras al norte del río Bravo.
Esta semana, Trump volvió a su guion más cómodo: el miedo. "O te sometes, o las consecuencias serán fatales", advirtió con esa teatralidad agresiva que ya forma parte de su personaje político. Y si bien el mundo ya conoce ese estilo bravucón —alimentado por años como celebridad en reality shows—, sus palabras siguen teniendo impacto. No solo polarizan a su electorado, también generan consecuencias reales en las comunidades migrantes.
El problema es que esta narrativa se convierte en política. Trump necesita un enemigo para consolidar su proyecto, y los migrantes, en especial los mexicanos, siguen siendo el blanco predilecto. ¿Por qué? Porque es rentable políticamente. Porque hay votantes que todavía creen el mito de que "nos quitan los empleos" o que "no aportan nada al país".
LA RESPUESTA DESDE LA DIGNIDAD
Frente a esta embestida, han sido las voces ciudadanas —y no necesariamente las oficiales— las que han levantado la cara por los migrantes. Una de ellas, la actriz mexicana Salma Hayek, desmontó con datos concretos las mentiras más comunes sobre la migración. Lo hizo desde la serenidad, sin gritos ni ofensas, con pruebas en mano: "Si los migrantes fueran un país, serían una de las naciones más poderosas económicamente del mundo", afirmó.
La comparación no es exagerada. Hayek recordó que incluso los migrantes en situación irregular pagan impuestos en Estados Unidos. Lo hacen a través de un programa que les permite contribuir al sistema fiscal sin acceso a servicios sociales, solo con la esperanza de que algún día, esos registros les permitan regularizar su situación. Aportan miles de millones de dólares al fisco estadounidense sin recibir a cambio servicios de salud, educación o seguridad social. Aun así, lo hacen.
Y mientras tanto, desde el gobierno mexicano, el silencio. O peor aún, los desatinos verbales. El senador Fernández Noroña, en plena crisis, se burla de un posible impuesto a las remesas y luego, ante la indignación, dice que lo "malinterpretaron". Es un reflejo lamentable de la ligereza con la que algunas figuras políticas manejan un tema tan delicado. Las palabras ya no son solo palabras cuando pueden desencadenar consecuencias legales, económicas y emocionales para millones de personas.
EL PESO DE LAS REMESAS... Y DE LA VERGÜENZA
La Huasteca, el Altiplano potosino, el semidesierto queretano. Zonas enteras de México siguen dependiendo de las remesas enviadas por aquellos que un día cruzaron la frontera en busca de una oportunidad que aquí les fue negada. Río Verde, Ciudad Fernández, Cerritos, Lagunillas, San Ciro... cada uno de estos municipios se sostiene, en buena parte, por el dinero que envían los hijos ausentes.
Pero detrás de cada dólar mandado desde Nueva Jersey o Houston hay una historia de abandono institucional. Los migrantes no se fueron por gusto, sino por necesidad. Como nos recuerdan algunos radioescuchas: "No olvidemos que muchos se fueron porque no había condiciones para triunfar en su país". Y tienen razón. México sigue siendo corresponsable de la migración que tanto le duele.
LA MANO INVISIBLE DE LOS BRACEROS
Esta historia no es nueva. Durante la Segunda Guerra Mundial, el programa de los braceros fue clave para la maquinaria de guerra estadounidense. Sin ellos, es probable que el esfuerzo bélico de los Aliados no hubiera tenido el mismo alcance. Desde entonces, los migrantes mexicanos han sido parte de la columna vertebral de la economía de Estados Unidos. Han construido carreteras, han sembrado campos, han criado niños, han limpiado hospitales.
Y aun así, cada tanto, tienen que escuchar que son "una amenaza".
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