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México y EE.UU.: Cooperación en seguridad disfrazada de soberanía

México y EE.UU.: Cooperación en seguridad disfrazada de soberanía

Luis Chaparro | Periodista



¿Qué México quiere para los próximos años, un país que construya instituciones capaces de ejercer control real sobre su territorio o uno que acepte, que la justicia y la seguridad se tercerizan hacia Washington?

La historia de la relación México–Estados Unidos nunca ha sido tersa. Se mueve entre los extremos de la colaboración y la sumisión, de la soberanía proclamada y la soberanía negociada. El tema de las extradiciones de líderes criminales mexicanos vuelve a colocarnos frente a un espejo incómodo: ¿estamos realmente defendiendo la independencia nacional o simplemente aceptando, con envoltura diplomática, que la justicia estadounidense impone su agenda?

El reciente traslado de 26 reos mexicanos a prisiones en Estados Unidos no fue presentado como una "extradición" en términos estrictos. El gobierno lo llamó un acuerdo de cooperación. Pero la diferencia semántica no oculta el fondo: más que un acto jurídico, lo que vimos fue un acto político. Fue una entrega pactada, con condiciones mínimas, como evitar la pena de muerte, pero sin apegarse de manera ortodoxa a los tratados de extradición vigentes.

Este matiz es importante porque revela una contradicción: mientras el gobierno mexicano insiste en un discurso de autosuficiencia y control soberano, en la práctica continúa abriendo la puerta —aunque ahora con mayor cautela mediática— a la injerencia de Washington en temas de seguridad y justicia.

DE "LA TUTA" A LOS CAPOS INVISIBLES
El caso de Servando Gómez, "La Tuta", ilustra bien este dilema. Fue capturado en tiempos del PRI neoliberal, y desde 2013 el gobierno de Estados Unidos ya lo había catalogado como "narcoterrorista", incluso antes de que existiera un marco legal más sólido para aplicar ese término. Durante años, permaneció en penales de máxima seguridad mexicanos. Y aunque oficialmente estaba neutralizado, las autoridades reconocieron que seguía operando desde prisión.

Este no es un hecho menor. El sistema penitenciario mexicano ha demostrado una y otra vez que no garantiza ni aislamiento ni control real sobre los líderes criminales. Basta recordar fugas como la del Chapo Guzmán o las estructuras de mando que operan desde dentro de los reclusorios. En contraste, las prisiones estadounidenses son presentadas como espacios blindados, donde el crimen organizado pierde capacidad de comunicación.

La consecuencia es clara: al extraditarlos o entregarlos, México reconoce de facto que no puede controlar a esos capos. Es una confesión silenciosa de debilidad institucional.

¿COOPERACIÓN O PRELUDIO DE INTERVENCIÓN?
Algunos han planteado que este tipo de acuerdos son el preludio de una intervención más directa de agencias estadounidenses en territorio mexicano. No necesariamente una invasión militar, pero sí un esquema más agresivo de operaciones conjuntas. No es un escenario lejano: desde hace más de 15 años la DEA, el Servicio de Marshals, Homeland Security y otras agencias trabajan codo a codo con la Marina, la Sedena y fuerzas estatales mexicanas.

El operativo contra Joaquín "El Chapo" Guzmán fue un ejemplo emblemático de esa colaboración, al grado de que se acuñaron monedas conmemorativas entre los agentes que participaron, como si se tratara de una misión militar internacional.

La novedad no es la colaboración. Esa ha existido siempre, con mayor o menor discreción según el sexenio. La diferencia es el discurso. Con Enrique Peña Nieto, las puertas estaban abiertas de par en par; con Andrés Manuel López Obrador, se busca proyectar la imagen de un México autosuficiente que no necesita ayuda. Sin embargo, mientras se habla de soberanía en conferencias mañaneras, en paralelo se permiten sobrevuelos de drones estadounidenses, presencia de buques y participación de agentes extranjeros en tareas estratégicas.

El discurso, pues, está divorciado de la realidad.

EL FACTOR HARFUCH: ¿OPERADOR MEXICANO O ALIADO ESTADOUNIDENSE?
En este contexto, surge un personaje clave: Omar García Harfuch. El actual secretario de Seguridad de la Ciudad de México, y pieza central del equipo de Claudia Sheinbaum, ha mostrado un protagonismo inusual en temas federales de seguridad. Su presencia en la conferencia sobre los reos trasladados fue evidente: mientras la Fiscalía y las Fuerzas Armadas permanecían en segundo plano, Harfuch marcaba la línea discursiva.

No pocos dentro y fuera del gobierno lo ven como una figura de enlace con las agencias estadounidenses. Si bien no es formalmente un "agente" de Washington, su cercanía y su capacidad de colaboración lo convierten en un operador confiable para los intereses de seguridad de Estados Unidos.

Este papel lo coloca en una posición privilegiada en el gabinete de Sheinbaum y, de paso, en el futuro de la política de seguridad nacional. No es casualidad que Harfuch sea hoy el funcionario más popular y visible de la administración capitalina, ni que su nombre resuene como posible carta fuerte para encabezar la seguridad federal.

¿SOBERANÍA O PRAGMATISMO?
Más allá de nombres y coyunturas, lo cierto es que México enfrenta un dilema estructural. Por un lado, proclama soberanía y rechaza etiquetas como la de "narcoterrorismo" que Estados Unidos aplica sin pedir permiso. Por otro, acepta que sus prisiones son incapaces de controlar a ciertos reos y recurre al vecino del norte como "última instancia" para neutralizarlos.

Es un juego de equilibrios frágiles: México se resiste a reconocer dependencia, pero la práctica lo evidencia una y otra vez. Y Estados Unidos, con su doble discurso de aliado y juez, aprovecha cada vacío para reforzar su influencia.

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