Fue un reflejo de cómo está el país: desinformado, fragmentado, polarizado, cansado. Y quizá lo más grave: escéptico de que su participación realmente cambie algo.
La jornada electoral del 1 de junio en México se avizoraba como una de las más controvertidas, contradictorias y, al mismo tiempo, indiferentes de los últimos años. A diferencia de otras votaciones donde el entusiasmo, la polarización o al menos la curiosidad política marcaban el pulso ciudadano, en esta ocasión los pronósticos más optimistas apenas proyectaban una participación del 10% del padrón electoral. Una cifra alarmante si se considera que se trataba de un ejercicio democrático sin precedentes: la elección de integrantes del Poder Judicial.
Más allá de la legalidad del proceso, lo que predominaba en la atmósfera previa a la jornada era una mezcla de incredulidad, falta de información y hartazgo. Muchos ciudadanos intentaron acceder a los portales del INE y los institutos locales para conocer a los candidatos, pero se toparon con una avalancha de nombres, cargos y detalles técnicos que dificultaban cualquier intento serio de análisis. La saturación de información sin claridad acabó generando más desinterés que compromiso.
En paralelo, la ley seca encendió otro foco de discusión: ¿cómo conciliar una jornada cívica con los compromisos sociales y culturales de un sábado? Bodas, graduaciones, reuniones familiares y hasta la final de la Champions League quedaron atrapadas en medio de una regulación que parecía ignorar la vida real de los ciudadanos. Para muchos, la medida parecía más una imposición desconectada de la realidad que una estrategia efectiva para incentivar el voto. En palabras sencillas: la gente ya estaba más preocupada por si habría cerveza que por a quién darle su sufragio.
Y es que, para numerosos votantes potenciales, el dilema no era tanto si asistir o no a votar, sino si contar con los elementos necesarios para emitir un voto razonado. La sensación generalizada era que no se tenían los suficientes datos para distinguir entre perfiles o entender lo que estaba en juego. En una elección tradicional, el electorado suele tener meses para conocer candidaturas y plataformas políticas. En este caso, la mayoría apenas si alcanzaba a distinguir nombres, y mucho menos propuestas o trayectorias.
Peor aún, el fondo de esta elección parecía más vinculado a una jugada política que a un ejercicio democrático genuino. La percepción era que el proceso había nacido como una venganza institucional, como un intento por debilitar a un poder —el Judicial— que históricamente había funcionado como contrapeso del Ejecutivo y del Legislativo. Es decir, se llevó a consulta ciudadana una decisión que, en teoría, debía proteger los derechos de los ciudadanos, no someterlos al vaivén de la popularidad.
La estructura del Estado mexicano exige un Poder Judicial fuerte, profesional, imparcial y, sobre todo, autónomo. Pero con esta elección, se diluyó esa esencia: se mezcló al Judicial en la misma lógica de campañas, propaganda y búsqueda de votos. Se transformó a los jueces y magistrados en actores del espectáculo político, con el riesgo de que el criterio legal sea sustituido por la lógica del aplauso.
A esto se sumaba el riesgo de que el resultado, cualquiera que fuera, dejara más dudas que certezas. ¿Qué pasaría si había un empate? ¿Qué legitimidad tendría un nuevo juez electo con apenas un puñado de votos en un país de casi 100 millones de electores? Incluso estas preguntas básicas no tenían respuestas claras. El propio INE reconocía que, en caso de empate, correspondería al Senado y al Tribunal Electoral resolver el entuerto. Una señal más de la improvisación con la que se diseñó todo el proceso.
En el fondo, lo que se palpaba en la antesala del 1 de junio era una mezcla de resignación y desencanto. La ciudadanía no solo parecía cansada, sino decepcionada. Había quienes aún querían creer en las instituciones, quienes reconocían el trabajo de profesionales del Poder Judicial que han hecho carrera con esfuerzo y mérito, pero también quienes se sentían traicionados por un sistema que, de un plumazo, pretendía borrar años de experiencia bajo el argumento de "devolverle al pueblo el poder".
Así, mientras el país sigue asolado por problemas estructurales como la violencia, la corrupción, el crimen organizado y la recesión económica, se le pedía al mexicano de a pie que se pronunciara sobre una elección judicial en medio de una crisis de representación y sin el tiempo o las herramientas necesarias para decidir con claridad.
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